sábado, octubre 30, 2010
Una llamada de larga distancia
Migración de escrúpulos
Ayer por fin hablé con ella. Tuve suerte, porque las anteriores veces que había intentado llamarla se encontraba conduciendo por una carretera con nombres que tenía 20 años sin escuchar. Pero su acento me recuerda a infancia, sol y conservas de coco, cosas que no quiero olvidar.
Ella, a quién amo y adoro, aún vive en la ciudad donde nació, donde ha madurado hasta convertirse en un 'palo de mujer'. Una familia, varios negocios familiares, una carrera... todo lo que puede soñarse en un cielo donde el sol le roba la vida a la tierra. Su coraje para prosperar aún en las situaciones más adversas es algo que me cautiva.
Por eso me encanta escucharla, porque aún tiene el fuego de las mujeres de mi tierra y porque puedo recrear cada una de sus descarnadas palabras en mi cabeza, como si fueran viñetas ilustradas de un cuento de Adriano Gonzalez León pero en clave feminista y contemporánea.
El problema es que tengo 7 años sin verla. En estos siete años le di la vuelta al mundo, cambié de piel, mudé de sueños y digo "I love you" a los ojos que reflejan los míos.
El problema es que no tengo nada que decirle que le interese... o al menos lo siento así. Todo lo que pueda decir desde la distancia suena a pajaritos preñados, a inmodestia pitiyanqui, a vulgar paja.
¿Cómo coño se puede alguien imaginar el largo camino del inmigrante si aún no ha dado el primer paso? Es más, hasta a mí me da ladilla (aburrimiento) hablar de eso.
Es uno de los problemas de dejar Venezuela, un país condimentado de anécdotas solo comparables con las de Gargantua y Pantagruel. Es muy fácil enamorarse del Avila y el Caribe. El punto es que hay que ser bien arrecho (valiente) para vivir allí y poder contarlo.
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