lunes, abril 16, 2012

Al final de los tiempos





Haber sido tocada por una sirena marcó mi corta existencia. Era distinta, los demás me trataban distinto, como si fuera loca. Hasta este momento no comprendía el porqué. Recuerdos de aquel remoto instante no tenía, pero sí una idealizada imagen de este ser mitológico al cual imaginaba hermoso. Pero siempre mi madre cortaba mis ensueños en forma tajante. "¿Acaso piensas que es una bendición haber sido tocada por una sirena? Pues no hija, eres una condenada a la eternidad." Al pedir razones sobre lo dicho por ella, ella llorando respondía: "Cuando tengas cincuenta años te convertirás en una de ellas y se te pudrirá la piel por toda la eternidad, nunca tendrás descanso. El único consuelo de tu desgracia es la clarividencia, concedida como un don". Confieso que en aquel momento el panorama no me parecía tan deprimente. No sabía lo que me esperaba.



Un día de julio apareció en el periódico un anuncio que rezaba: "Dentro de tres días el pasado y el futuro se encontrarán donde mueren las ballenas. Todos los que tiene fe se encontrarán buscando la salvación allí. El que tenga oídos que oiga". La hora y el lugar no eran especificados. Aún así, yo sabía que era cierto lo dicho, a pesar de lo aparentemente enrevesado del lenguaje. Desde hace mucho tiempo me reunía con n grupo de clarividentes como yo, y esperábamos este momento. Sabíamos que llegaría el fin de los tiempos, pero no como iba a suceder. Solo quedaba esperar a que lo demás nos fuera revelado de una manera u otra. Aunque debo confesar que tenía miedo.



Por supuesto que todos el mundo leyó el anuncio y pensó que era una broma. Comenzando porque aquí no había cementerio de ballenas. Pero las evidencias iban más allá de mi simple intuición. Estaban pasando cosas raras en el ambiente. La temperatura había bajado bajo cero, cosa rara en un país tropical. El cielo adolecía de una espantosa aurora boreal radioactiva que enfermó a más de la mitad de la población.





El momento que esperaba llegó en la noche del penúltimo día cuando tuve una visión del lugar donde iba a pasar todo, fue algo tan terrible que levanté de un tirón titilando en fiebre, como si me hubieran echado un balde de agua fría en la cama. Alterada, empecé a levantar a todos los ocupantes de mi casa. Primero a mi madre, la cuál se resistió al primer momento. No comprendían por qué era necesario vestirse para salir a las tres de la mañana. Ella preguntaba a dónde íbamos, el porqué de la prisa, e insistentemente me tocaba y me decía que estaba alucinando, lo cual no era cierto. Pero a lo único que podía apelar en ese momento era a la confianza que tenía en mí... aunque fuera muy difícil. Tuvo que confiar en mi buen juicio y con el tiempo como guillotina levantamos a mis hermanos antes que fuera demasiado tarde.



Con una frágil imagen en mente conducía por la carretera de la costa hasta llegar a donde yo quería. Lo que me extrañaba, y a la vez tranquilizaba era que otros iban al mismo destino con igual premura que yo. Gracias a Dios, no era la única que lo soñó. Al llegar a los grandes acantilados, por el camino a Las Salinas, encontré varios autos estacionados. Unas 50 familias esperaban en la contaminada playa sentados, esperando impacientes la gran aparición. ¿De qué? En ese momento nadie lo sabía. Los niños lloraban, las madres inquietas miraban al cielo "en busca de una respuesta". Yo la intuía. Y no estaba precisamente allí. Así que me fui caminando con mis seres queridos hasta donde era, en el jamás nunca visto cementerio de ballenas. Tales eran mis expectativas que andaba descalza. Y no pisaba arena, pisaba una alfombra de piedras filosas, mezcladas con botellas rotas y basura, mucha basura. Estaba apenas amaneciendo y mientras cruzaba de playa en playa, el mar nos iba azotando contra las rocas.



Al fin llegamos al lugar. Osamentas gigantes de cetáceos le robaban espacio a una miserable playa, parecía el cementerio de la desesperanza. Era deprimente. El sol había salido, pero su luz era tan pálida que no daba calor. En cuanto al mar, su color se asemejaba a las aguas sucias de los lavabos. Incluso tenía espuma. Lo más impresionante de todo eran los huesos, tan níveos que resplandecían y tantos que como mínimo debieron haber muerto 400 ballenas. Y como salida de otro cuento, una cueva gigantesca labrada en la roca, con la perfección de la legendaria ciudad romana de Petra.



La gente estaba quieta, acomodada en perfecto orden dentro de este monstruoso e ilógico escenario. Ni siquiera los bebes lloraban. Todos estaban mirando al mar, porque a lo lejos, embellecida con la luz naciente, se veía una ballena. Era una figura tornasolada que echaba vapor por el lomo y se acercaba hacia nosotros tan rápidamente que iba a chocar. Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias... no pasó nada. Simplemente encalló en la arena, dando su último suspiro. La muerte cabalgada en su lomo putrefacto. Y sus ojos, tristeza, eran de color amarillo como el pus. Pero todo era un espejismo llegado de otras épocas, porque al momento se convirtió en un polvo que se nos metía en las narices y nublaba nuestra mirada. Quedamos perplejos. Los niños empezaron a hacer preguntas. "Mamá, ¿eso que vimos era una ballena?" "Mami, esta muerta" "Papi, tengo miedo" Pero ellos no eran los únicos, todos estábamos literalmente paralizados. Y no era solo por el miedo, sino también por las cenizas de la ballena, que nos drogó, dejándonos en estado catatónico. No podíamos movernos aunque quisiéramos porque nuestros miembros no respondían.



Fue en ese momento que pasó lo peor para mí. Mi mito fantástico, mi profecía personal se volvió una pesadilla. Del agua emergía una figura de sinuosas curvas. Su verde oscilaba con la helada brisa. Eran algas. Mi sirena había resucitado. A medida que se acercaba pude observar con detenimiento que su piel estaba muerta. Y me negué a aceptarla. No quería que mis ojos se volvieran pus, mi cutis terso en una escama única gris y tensa. Me quería arrancar el pellejo. Pero todavía me quedaban veinticinco años de vida y tenía que cumplir una función, lo cual estoy haciendo ahora que apenas me quedan cinco. Pero Lo que me preocupaba en ese momento no era yo. Era esa mujer (porque en algún momento lo fue). Era el hastío y la desesperanza que se reflejaba en las arrugas de su rostro. Para ella solo quedaba el penar, y por sus intenciones lo quería compartir conmigo, pero yo no quería arrastrarme como ella. Lo cuál no pude evitar, porque se fue directo hacía mí y me tocó el hombro al tiempo que mi madre pegada un grito. Ya era muy tarde. Ya no tenía escapatoria, porque no se puede huir de uno mismo, de sus fantasmas. Así como vino, volvió a las profundidades la muerta viva.



No podíamos resistir algo más, pero estaba escrito de antemano nuestra agonía. El mar, ya de por sí impetuoso, se separó en una ola que corría de un lado a otro sin acercarse a la arena. De la cueva aparecieron unos policías con raras vestimentas que volaban en pequeñas naves y atacaban con tridentes magnéticos a la fuerza motriz de la ola. Una masa viva de algas rugía enloquecida. Este monstruo tomó a uno de los soldados y lo partió en dos como si fuera un muñeco. Nosotros solo éramos espectadores aterrados e invisibles. Al final, cayó desplomado y nos dimos cuenta que el mar no es tan profundo, o que la masa no tiene peso, porque sus tres metros cuadrados flotaban en el agua. Y en este lado solo lloramos.



Pero las lágrimas no sirvieron de nada, porque la tierra empezó a temblar. Y los esqueletos de las ballenas empezaron a desarmarse. Y algunas personas quedaron atrapadas por ellos. El grupo corría sin dirección, se tropezaban y golpeaban entre sí, sin importarle los menores que los seguían. Ellos halaban la ropa de sus padres pidiendo ayuda. Yo, extrañamente, estaba serena. Y de nuevo, no era la única. Mi mirada buscó a mis iguales y nos acercamos a la tienda agarrados de mano. Y como ya suponíamos, la cueva era artificial. De allí salieron extraños uniformados que acarreaban a la gente hacia el fondo. Allí había varias cápsulas incrustadas en la piedra que se abrieron de pronto. Los policías gritaban desesperados: "Apúrense, no hay tiempo". Eso era lo único que exclamaban. Las personas se empezaron a meter en estos huecos de salvación, y yo, como tenía mucho miedo, fui una de las primeras. Pero dejé la puerta abierta, esperando a los míos. No soportaba la perspectiva de no tenerlos a mi lado. Por desgracia, la cápsula se llenó y todos los que están adentro me exigieron que los dejara ir en paz. Desde otro hueco, mi familia me hace una seña, ya están a salvo. Se cierra el extraño aparato y las paredes corren hacia abajo a una velocidad tan vertiginosa que perdemos el conocimiento.



Las puertas se abrieron aquí donde estoy. El aire es tan puro que en aquel tiempo casi nos intoxicamos. Las luces, tan fuertes, castigaban mis ojos. Luego de un rato mareada, agarrada de una baranda, veo el vacío y por poco me volteé de bruces, víctima del desmayo. Cuando estoy a punto de caer, unos brazos evitan, como siempre, mi muerte. Pero no evitarán el mareo eterno que me volverá una minusválida hasta el momento en que se cumpla la maldición. Quizás sea porque nunca supe donde me encontraba, ni siquiera ahora lo sé con certeza. Luego, me integraron al rebaño. A todos nos llevan a un laboratorio, para acondicionarnos a al futuro, a la nueva vida. "¿Cuál, si solo me quedaban 25 años?" Exclamaba yo. Ellos explican que me trajeron del pasado para perpetuar la especie. Espero no ser la única, porque yo tengo mis genes malogrados. Pero observo a mí alrededor y solo veo a unas 15 personas. ¿Y los demás? ¿Dónde están los míos? Escapo de mis doctores y busco por todos lados otra nave subterránea, otras personas que se hayan salvado. Pero la realidad me destruye. Ellos faltan.

- ¡Dios mío! ¿Y mi familia?

- Lo siento

- ¡Qué!

- Se quedaron atrás, en aquel momento cuando la tierra explotó. Estás sola.





Ytaelena López

13 de enero de 1998